Por: Jesus Silva-Herzog Marquez (autor de esta nota)
Un
frasco puede ser un recipiente de agua o de veneno. El mismo envase
puede alojar una medicina o una sustancia letal. Por eso importa la
etiqueta. Confiamos en el marbete para identificar la composición del
líquido, para mantenerla lejos de los niños, para aplicar la dosis
correcta, para separar los líquidos de la cocina de los del botiquín o
la cochera.
Una de las campañas más intensas de los consumidores en los últimos años ha sido precisamente la batalla por las etiquetas: contar con información veraz y comprensible de lo que uno compra en un empaque. El consumidor, (como el votante) requiere información para decidir. No puede arriesgarse a probar con la tripa el misterio de los frascos.
Enrique Peña Nieto es un frasco sin etiqueta porque carece de contenido propio. Puede ser garrafón de gasolina, una olla de sopa vieja o una botella de cocacola. Peña Nieto será lo que otros viertan en el recipiente. Es un envase, un frasco vacío. ¿Alguien puede dudar del peligro que significa beber de un frasco sin nombre? Lo advirtió Manlio Fabio Beltrones y creo que tiene razón: un político sin ideas es un político peligroso. Si el atractivo del candidato único del PRI es estrictamente formal (una imagen, una carátula, un actor que representa el papel de un político joven), sus respaldos provienen de su vacuidad. No es raro que así sea.
¿Qué mejor para los grupos de interés en México que patrocinar a un político atractivo que no presenta el inconveniente de pensar por sí mismo? Conforme pasa el tiempo, parece claro que el escándalo de los libros no fue un resbalón menor. La incapacidad del candidato para lidiar ágilmente con lo imprevisto mostró su vulnerabilidad central: no solamente se trata de un político ignorante, sino de un político sin fibra, un cartón sin constitución propia, un estuche sin esqueleto.
Si aquel incidente de la chachalaca fue tan nocivo para la primera candidatura de López Obrador fue porque ofreció a muchos dubitativos la confirmación de una sospecha. El candidato de la izquierda no era un hombre tolerante, como mostraba esa orden de silencio al presidente. Los escándalos no se evaporan fácilmente cuando conectan con una intuición colectiva, cuando alimentan un recelo preexistente. Esa es la puntería del escándalo de los libros. Creíamos que Peña Nieto era un actor en busca de un papel protagónico para el que no está preparado. Lo confirmamos. De ahí la posibilidad de que aquel tropiezo con autores y títulos sea más que un accidente para convertirse en una definición.
Digo definición pero debo decir caricatura. El tropiezo de Peña Nieto no lo convirtió en un político temible sino risible. En unos minutos, Peña Nieto se ganó la peor de las descalificaciones para un hombre que aspira al gobierno: el ridículo. En Guadalajara, el candidato priista perdió algo más que la imagen de invulnerable: perdió respetabilidad. No será fácil ya tomarse en serio al exgobernador del Estado de México.
Y cuando lo vemos de nuevo en el estudio de televisión deseándonos una feliz Navidad, mientras su esposa lo acaricia y lo admira con ojos tiernos, ratificamos que se trata de un político de aparador. Un político inventado por los reflectores de la televisión que puede ser destruido por la luz natural. Si mostraba habilidad política como gobernador y como líder del priismo mexiquense, parece que ese talento termina en la frontera del Estado de México. A Peña Nieto no le sienta bien cruzar las Torres de Satélite: fuera de la protección de la política local, el político ha tropezado una y otra vez.
Se dirá que ha firmado un libro que es un programa serio y razonable de gobierno y que en sus propuestas se mide su estatura pero, evidentemente, la solidez de un político no está en los documentos que suscribe, sino en el temple . Peña Nieto navega con instrumentos prestados. No contempla el mundo con sus propias herramientas, los utensilios que ha ido formando a lo largo de la vida, producto de su experiencia, del éxito y del error. En ausencia de curiosidad intelectual, de una vida nutrida de experiencias, carente de ideas propias, su vínculo político con el mundo es indirecto: el que su corte le ofrece. La dependencia de su entorno es absoluta. El frasco no se llena desde dentro.
¿Con qué elementos podría, por ejemplo, resistir la influencia de un tecnócrata arrogante que convirtiera en su asesor principal? ¿Tiene elementos para ponderar sensatamente juicios contrarios? ¿Cómo reaccionaría ante una crisis imprevista? ¿Cómo podría resistir las intimidaciones de los poderes económicos? Votar por un frasco es arriesgarse a beber una botella de amoniaco con la ilusión de que sea agua de limón.
Una de las campañas más intensas de los consumidores en los últimos años ha sido precisamente la batalla por las etiquetas: contar con información veraz y comprensible de lo que uno compra en un empaque. El consumidor, (como el votante) requiere información para decidir. No puede arriesgarse a probar con la tripa el misterio de los frascos.
Enrique Peña Nieto es un frasco sin etiqueta porque carece de contenido propio. Puede ser garrafón de gasolina, una olla de sopa vieja o una botella de cocacola. Peña Nieto será lo que otros viertan en el recipiente. Es un envase, un frasco vacío. ¿Alguien puede dudar del peligro que significa beber de un frasco sin nombre? Lo advirtió Manlio Fabio Beltrones y creo que tiene razón: un político sin ideas es un político peligroso. Si el atractivo del candidato único del PRI es estrictamente formal (una imagen, una carátula, un actor que representa el papel de un político joven), sus respaldos provienen de su vacuidad. No es raro que así sea.
¿Qué mejor para los grupos de interés en México que patrocinar a un político atractivo que no presenta el inconveniente de pensar por sí mismo? Conforme pasa el tiempo, parece claro que el escándalo de los libros no fue un resbalón menor. La incapacidad del candidato para lidiar ágilmente con lo imprevisto mostró su vulnerabilidad central: no solamente se trata de un político ignorante, sino de un político sin fibra, un cartón sin constitución propia, un estuche sin esqueleto.
Si aquel incidente de la chachalaca fue tan nocivo para la primera candidatura de López Obrador fue porque ofreció a muchos dubitativos la confirmación de una sospecha. El candidato de la izquierda no era un hombre tolerante, como mostraba esa orden de silencio al presidente. Los escándalos no se evaporan fácilmente cuando conectan con una intuición colectiva, cuando alimentan un recelo preexistente. Esa es la puntería del escándalo de los libros. Creíamos que Peña Nieto era un actor en busca de un papel protagónico para el que no está preparado. Lo confirmamos. De ahí la posibilidad de que aquel tropiezo con autores y títulos sea más que un accidente para convertirse en una definición.
Digo definición pero debo decir caricatura. El tropiezo de Peña Nieto no lo convirtió en un político temible sino risible. En unos minutos, Peña Nieto se ganó la peor de las descalificaciones para un hombre que aspira al gobierno: el ridículo. En Guadalajara, el candidato priista perdió algo más que la imagen de invulnerable: perdió respetabilidad. No será fácil ya tomarse en serio al exgobernador del Estado de México.
Y cuando lo vemos de nuevo en el estudio de televisión deseándonos una feliz Navidad, mientras su esposa lo acaricia y lo admira con ojos tiernos, ratificamos que se trata de un político de aparador. Un político inventado por los reflectores de la televisión que puede ser destruido por la luz natural. Si mostraba habilidad política como gobernador y como líder del priismo mexiquense, parece que ese talento termina en la frontera del Estado de México. A Peña Nieto no le sienta bien cruzar las Torres de Satélite: fuera de la protección de la política local, el político ha tropezado una y otra vez.
Se dirá que ha firmado un libro que es un programa serio y razonable de gobierno y que en sus propuestas se mide su estatura pero, evidentemente, la solidez de un político no está en los documentos que suscribe, sino en el temple . Peña Nieto navega con instrumentos prestados. No contempla el mundo con sus propias herramientas, los utensilios que ha ido formando a lo largo de la vida, producto de su experiencia, del éxito y del error. En ausencia de curiosidad intelectual, de una vida nutrida de experiencias, carente de ideas propias, su vínculo político con el mundo es indirecto: el que su corte le ofrece. La dependencia de su entorno es absoluta. El frasco no se llena desde dentro.
¿Con qué elementos podría, por ejemplo, resistir la influencia de un tecnócrata arrogante que convirtiera en su asesor principal? ¿Tiene elementos para ponderar sensatamente juicios contrarios? ¿Cómo reaccionaría ante una crisis imprevista? ¿Cómo podría resistir las intimidaciones de los poderes económicos? Votar por un frasco es arriesgarse a beber una botella de amoniaco con la ilusión de que sea agua de limón.