Damnificados, burla del Gobierno
Luis Fernando Nájera
Manuel Humberto Jocobi Zavala, un colono de la Ejidal en Higuera
de Zaragoza, perdió hasta su esperanza con la corriente de agua que se llevó los muros de adobe de su casa, en donde habita con cuatro niños y su mujer, cinco bocas que alimentar con un sueldo de jornalero.
Cinco días después de las lluvias que arrasaron con su vivienda, su desesperanza se convierte en coraje y odio contra las autoridades municipales pues más que ayudarlo se burlan de su situación de náufrago. “Fui a pedir ayuda, llevaba mis papeles en la mano. Me apuntaron y cuando llegue al turno me pidieron enganche para lo que me daban. Que enganche ni que chingados les iba a dar, si me quedé bichi con mis cuatro hijos y mi mujer”, recordó mientras subía a una vieja Mitsubishi la estufa oxidada, el cilindro de gas en el que la pintura no se adhiere por tantas capas de oxido que se desprenden, una videocasetera que ya nadie usa y dos bolsas con las ropas de sus hijo.
“Sentí que el Gobierno se estaban burlando de mí, riéndose de mí, de lo que pasó y también pensé: que chinguen a su madre, cabrones”.
Manuel Humberto, su mujer y sus hijos, Manuel, Omar, Estrella y Víctor, se suben a la camioneta y emprenden su retorno al jacal que considera su casa, aunque ya no tenga muros. La camioneta echa más humo que una locomotora, pero eso al menos sirve para alejar un momento las nubes de moscos que pican como si estuvieran vitaminados.
Todos descargan lo que pueden y revisan de nuevo su casa.
La noche del temporal, el agua llegó de repente. Primero fue un zumbido y después todo tronó. Una pared de adobe se había caído sobre la cama y el techo de palma amenazaba con venirse abajo y aplastar a toda la familia que se refugió en el único cuarto que tenían disponible.
El nivel del agua comenzó a subir como si la presa se hubiera reventado. Manuel tomó a sus hijos en brazos, jaló a su mujer y se los llevó a la colonia el Atún, que también se inundaba. Los dejó y regresó por lo que más valor tenía: dónde preparar la comida.
En su viaje de rescate, se topó con Marisela Vázquez Aragón, su vecina, que al igual que él, también estaba por perder su casa y sus poquísimas propiedades.
Pero no lo pensó dos veces, salió y se puso bajo resguardo. Ya habría tiempo de regresar para comenzar de nuevo.
Tanto Manuel como su familia y su vecina se refugiaron en la escuela de Higuera de Zaragoza. Cinco días en el albergue, hasta que el agua bajó.
Por eso, esa tarde regresaba a casa. Una casa en donde el techo se sostiene con barrotes, en donde los muros desaparecieron y cuyo piso no es más que una gran charca de aguas negras, pues hasta ese día, las bombas charqueras nunca se habrían parado ahí para desaguar. Esa misma tarde, Manuel recibió 10 bultos de lámina y su vecina cinco. A él más porque su casa se derrumbó y a ella menos porque su jacal de vara y lodo quedó en pie, pero el techo se gotea. Esa noche dormirían en su casa sin muros y con un techo que deja ver las estrellas en el cielo, sin electricidad, sin comida, con las ropas mojadas aún, pero refrescados por el aleteo de la plaga de moscos y metiendo los pies en las aguas negras.
Bertha Alicia Vega habitaba una choza de madera, lámina negra y hule en Santa Teresita, comunidad perteneciente a la sindicatura Heriberto Valdez Romero, pero con las lluvias se formaron tales agujeros que no caben en las paredes y mucho menos en el techo. Todo perdió y tuvo que salir, apresuradamente, con su único cambio puesto y su bolsa de documentos. Durante tres días esperó ayuda, que la rescataran, pero nadie lo hizo.
Esa mañana del cuarto día, se tragó el orgullo de indígena, de mujer sola contra el mundo, de jornalera, de vivir subsistiendo cada noche, cada amanecer y se montó en un camión. Le dijo al boletero que no tenía dinero, pero que tampoco se bajaría del transporte. Sentada, aguantó la zurrada del camionero. Las tripas le hervían, recuerda, pero no de la “muina”, sino de hambre. Junto con otras mujeres indígenas llegó al Palacio Municipal para ver si les daban algo, pero lo más que logró fue anotarse en un hoja de papel.
Al lado de Bertha, Susana Urías Mares también hace cola para obtener la ayuda del Gobierno. Ella es casada, pero su marido esta recién operado y mojado por las lluvias.
Pide, clama ayuda, pero nadie la escucha, ella es una más en ese grupo de casi cien mujeres que comanda Claudio Galaviz Montenegro, un autonombrado líder social que dirige la organización indígena Ayudar al que menos tiene.
El grupo que salió de Tabelojeca, Choacahui, Santa Teresita y de otras comunidades más, afirmó que durante tres días las personas esperaron ayuda para ser rescatados de la inundación.
Como nadie acudió ante ellos, ellos destrozaron bordos y desaguaron los predios, pero todo lo que había en las chozas ya se había perdido.
Por eso estaban en el Palacio, clamando por ayuda, porque de los olvidados por el Gobierno, ellos eran los que ni siquiera existían.
Los inconformes tronaron contra el regidor Librado Bacasegua, contra la diputada Ana Menchaca, contra Homobono Rosas y todos los que a nombre de los indígenas se habían enquistado en el Gobierno y obtenido para sí los apoyos a las comunidades marginadas.
La presión que los demandantes de ayuda asistencial metieron al Palacio fue tanta que Ceferino González Alvarado, el ex diputado indígena, fue obligado a salir de su despacho. Haciendo montón con el secretario de la Comuna, Bethoven Pacheco Gutiérrez, y con el regidor priista, Felipe de Jesús de la Santísima Trinidad Velázquez Zazueta, enfrentaron al líder. Le ofrecieron apoyo y lo aceptaron, pero después despotricaron contra aquel a quien acusaron de pedir cooperación a los indígenas para gestionar la ayuda.
Luego cacaraquearon que la asistencia social del Ayuntamiento de Ahome estaba en marcha, que habían atendido la emergencia con lo que tenían y podían, aunque esa ayuda solo sirvió para dos caminadas al día de agua y sal y para sándwiches embarrados con mayonesa y media trozo de Bolonia. Agua, nada más que la de la llave porque ni botellas ni bidones había en los albergues.
Aún así, Ceferino González y el propio alcalde, Esteban Valenzuela García se sintieron con el deben cumplido cuando concluyeron un rápido recorrido por la zona de la inundación. El alcalde, en su camioneta blindada, seguido de un escuadrón élite de la Policía Municipal y Ceferino, en su Sonora gris, que por la altura de la carrocería no se llegó a mojar ni el chasis.
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